3 de mayo de 2014

Kenzaburo Oé, el adiós a los libros y la poesía como profecía.

I. No sé a quién recomendar los libros de Kenzaburo Oé, un autor que no se parece a ningún otro. Imposible recomendarlo a los escritores, desde luego: Oé vive, desde hace unas cuantas novelas, en un mundo más allá de los intereses habituales de fondo, forma y sentido. En el conjunto de las características comunes de los libros del mundo, los suyos participan de las básicas: tapas, letras, hojas, lenguaje, etcétera. El resto es extraño: una mente en la que lo conocido se ha reagrupado formando un paisaje nuevo.

II. Reconocemos algo parecido a literatura sin todos los párrafos, a un discurso de la sibila. Ante la pregunta "¿de qué idioma se ha traducido esto", la respuesta es: la explicación de Oé es su paráfrasis. Tal adhesión exige su lectura. En su bosque, los árboles no crecen hacia el cielo sino hacia las profundidades.

III. Se acepta lo siguiente: la vejez es impaciencia. Oé tiene casi ochenta años y escribe con el desdén de quien dejó de ocuparse del estilo hace tiempo. Es ortopédico. Es un cuaderno de notas. A su afasia le sienta bien una mala traducción: "Kogito caminó cuesta abajo a pasos cada vez más apresurados. En su mente se reproducía la narración escabrosa -y a la vez graciosa, pues, a decir verdad, lo hizo reír varias veces- en la que Shigeru le había revelado su disparatada historia, reforzándola con gestos por lo demás exagerados". Los diálogos entre personajes no son menos aparatosos: marionetas. Kogito y Shigeru transmiten historia. Oé los caracteriza como un ventrílocuo: les mete la mano por la espalda y les hace mover las mandíbulas de madera. 


IV. Aceptamos así también lo siguiente: aquí la verosimilitud no se apoya en el naturalismo. Adiós. Aquí estamos más cerca de C.S. Lewis: la cualidad mítica de una historia es lo que garantiza su supervivencia (y su lectura). Cómic o sombras, Orfeo y Eurídice son eternos. No tienen tiempo.

V. Creo que ningún escritor antes que Oé ha convertido en recurso narrativo (o desde luego no lo ha hecho de manera tan precisa) una idea mística: la poesía es el recuerdo del futuro.

VI. Aceptamos, pues: el lenguaje poético no es en sí lenguaje (no está sujeto al error, a la voluntad, a la rectificación) sino profecía precisa. El poema es una comunicación directa con el futuro de quien lo lee: algo así como una maldición impuesta en el que lee. No lo entiendes ahora: ya lo entenderás.

VII. Y aceptamos otra cláusula: la comprensión del significado de un poema no sucede cuando acumulamos experiencias cuyo reflejo metafórico es dicho poema sino cuando en nuestra vida aparece -y lo hará antes o después, de manera literal- la imagen poética: el anuncio de la muerte. En Tarkovsky, en Dreyer y en Oé, el poeta es el vate. Habla desde el tiempo en que las palabras habrán sobrevivido, pero con otro significado.

VIII. Es decir: lector de poesía, la revelación te espera. Tu vida tendrá un día la forma exacta de los poemas que no entendiste en su momento. El poeta es visionario y habla el lenguaje de los hombres del futuro.

IX. La manera precisa (es decir la forma) en que Oé expresa esto es el sentido de su obra reciente.

X. ¡Adiós, libros míos! (2005, publicado en castellano en 2012) avanza en tres pasos:
1- Lo que quiero escuchar son los disparates de los ancianos.
2- La transmisión de los muertos se manifiesta más allá de la lengua de los vivos a través del fuego.
3- Los viejos deberían ser exploradores / Aquí o allá no importa / Debemos permanecer quietos y seguir moviéndonos.
Profecías de T. S. Eliot acerca de Kogito, álter ego de Oé, en su retiro Gerontion, una casa basada en un poema en la el protagonista vive arrestado por su amigo de juventud Shigeru, por los muertos que le visitan de noche y por los hombres del futuro, que, como ecos de Los Demonios de Dostoievski, traen el renacimiento tras la destrucción. Unbuild y unlearn.

XI. Aceptamos también esto: las referencias en la obra de Oé están desprovistas de contexto. Beckett, Eliot, Blake, la cabeza de Mishima, Dostoievski y Céline aparecen en el momento en que su tiempo muere y su verdad se comunica con otra verdad en un no-tiempo entre las presiones del futuro y el pasado.

XII. Kogito es en esta novela el hombre descrito por Eliot:
Here I am, an old man in a dry month,
being read to by a boy, waiting for rain.

XIII. Y también de este:
Do not let me hear
Of the wisdom of old men, but rather of their folly,
Their fear of fear and frenzy, their fear of possession,
Of belonging to another, or to others, or to God.

XIV. Algo sucede durante la lectura de ¡Adiós, libros míos!:
1) Página 79: "En este punto alcanzo a comprender el tema constante que se mantiene desde el principio... o sea, la apremiante tensión del tiempo tiempo único y absoluto, que es el presente".
2) Entrevista con Will Self en The Guardian: "the web and the internet have created a permanent Now, eliminating our sense of (...) eras".
La posmodernidad literaria era el estertor de las últimas mentes que entendían la historia de la cultura de manera diacrónica. Estamos, como Takeshi, Take-chan, Vladimir y Shi-shi, entre los hombres del futuro.
Véase tumblr.

XV. Los viejos y sus disparates: "¿No crees, Kogy, que las ideas y filosofías político-sociales en realidad no son sino formas verbales?". Lo dice Shigeru, que planea dinamitar Tokio.

XVI. Adiós, libros míos. Unbuild, unlearn.

Tenants of the house,
thoughts of a dry brain in a dry season.

Fotografía de Andrei Tarkovsky

28 de abril de 2014

La rubia y la cartera

Según el contrato social vigente, los ciudadanos debemos creer en una relación estrecha entre significantes y significados. Es una que ley nos mantiene, por así decirlo, en nuestro sitio, dentro de los confines de una imaginación justita pero sólida, para la que una subida de impuestos quiere decir solo eso: que suben los impuestos.

Otro ejemplo: un imbécil es un imbécil. Una imbécil es lo mismo, pero en femenino.

Un problema lingüístico sucede en Madrid a principios de abril. Son las cuatro de la tarde, esa hora en la que el carril bus pierde su santo nombre a la altura de la Plaza de Callao. Es un día entre semana, y una sexagenaria rubia necesita usar un cajero automático porque no lleva suelto encima, ni en un sobre ni en su cartera, que desaparecerá más adelante, bien entrada la historia, en un rifirafe con los agentes de la autoridad machista. Cuenta la leyenda que la sexagenaria necesitaba dinero para una partida de bridge a beneficio de los pobres. Y es que a este Madrid basado en hechos reales puede traerse toda la parafernalia del Londres de Dickens o el París de Zola, incluyendo, si ustedes quieren, cerilleras moribundas o gachas de avena. Y aunque no lo quieran: en la historia aparece un barrendero que, en el ejercicio de su deber, vacía una papelera y encuentra la cartera de la rubia. Por algún lugar había un Toyota blanco, pero su función es instrumental: la caridad no puede llegar al lugar de los hechos volando. Si el coche distrae, lo eliminaremos pronto.


Nunca llegaremos al fondo del problema lingüístico que la existencia de un cajero automático en una esquina donde no hay ni un alma ha provocado, pero sí podemos medir sus consecuencias en grados Richter y desde casa, como nos gusta hacerlo. Y es que esa tarde se acaloró mucho el lenguaje, y los pobres, seguramente rencorosos por no haber recibido la limosna de ese bridge que finalmente no se jugó, usaron palabras febriles. Algunos recurrieron al insulto, que, como bien dice la televisión, descalifica a quien lo usa, y por tres razones.

La primera es que es feo.

La segunda es que el insulto es un acto de fe. Quien dice, por ejemplo, "esa tía es una imbécil" cree con terquedad que la relación entre significante y significado no podrá romperse nunca. Si alguien profirió tales palabras esa tarde de abril, esperaba de corazón que el significado del feo insulto fuera la sexagenaria rubia. Era un acto de constatación, como quien cuenta su salario mínimo para descubrir que es bajo.

La tercera es su potencial peligro. Si un insulto es la expresión de un pensamiento, también lo será un puñetazo o un haiku, o un acelerón que derribe una moto.

Pero no: las motos se desmayan.

Y todo lo anterior, fíjense bien, no es más que un debate de orden lingüístico acerca de una cartera que desaparece. Las demás elucubraciones son, como los improperios de los pobres, salidas de tono sin lógica alguna. Es lo que pasa cuando se rompe el contrato intelectual vigente y los sueldos, en lugar de bajar, experimentan moderaciones en sus desaceleraciones. Se abre la puerta al caos porque la imaginación propia, antes bien ceñidita en su faja pequeña como una funcionaria a sueldo y piñón fijo, de pronto se ha visto libre, loca: externalizada. 


Aquella tarde yo estaba leyendo dos libros a la vez, uno con cada ojo. Con el derecho leía "La Antorcha", de Karl Kraus, y con el que antaño era el izquierdo leía las memorias de Nadiezhda Mandelstam. Los dos hablaban del lenguaje secuestrado, del ruido y la mentira, y los dos lo hacían como quien, tras el terremoto, coge una piedra y dice: piedra.

Si ustedes son lectores, sabrán de qué hablo. Si son escritores, sabrán que esto es sagrado.

Sostiene Goethe que "todo lo real es ya teoría; los fenómenos mismos son la doctrina". Pero no se lo tomen muy en serio. Desde cierta tarde de abril, las sexagenarias saben que un atestado policial es una forma de ficción realista, aunque recoja verdades universales como que la cartera es, en cualquier rifirafe, lo último que se suelta.

Columna publicada en Ámbito Cultural
Fotografías de Óscar Monzón


21 de marzo de 2014

Los intelectuales no tienen ni media hostia


Los intelectuales son gente frágil. Escapan de las guerras y las tiranías con maletitas miserables, o se hacen encarcelar sin resistir mucho, o mueren rápidamente. Dejan atrás papeles o dibujos, bibliotecas que arden, registros que, ahora, se borran haciendo clic. Aunque crean gritar muy alto, son silenciados según interesa. La idea de que su voz es fuerte y resiste contra el tiempo solo convence a otros intelectuales como ellos. Pero a la hora de la verdad, cuando reina lo basto -miren a su alrededor si aún les queda ánimo-, los intelectuales dejan de importar.


El neoliberalismo ha prescrito una regulación invasiva de nuestras relaciones con otras personas, con el espacio, con los objetos y con las esperanzas. Su esquema impone lo útil como valor supremo porque lo útil es mensurable, primario, fácil de explicar a los niños. En su crudeza de tarjeta bancaria que se totaliza al final del día, no admite más columnas que las del debe y el haber. Su metro, nos dicen, es perfecto porque está cotejado con un axioma: la distancia que recorre, ya saben, la luz en el vacío durante el famoso intervalo. A veces hasta creemos que el neoliberalismo, todo rigor y sigilo, es tan espontáneo como una flor que se poliniza sola, como un tifón.

Por fin respiran los mercaderes. La cultura, esa cosa abstracta y amorfa que los intelectuales no lograban definir, ya tiene límites, tanto en su esencia como en su alcance, y por fin nos entendemos: hablamos sin metáforas de producción de bienes culturales (esencia), cuya calidad está determinada por las ventas (alcance). Aquí manda Hermes, no Atenea. Aquí el mercado se autorregula, como las flores y los tifones.

Adiós, intelectuales; adiós, gente de bien. Cargad con la culpa de no haber sabido defender vuestros precios, de no entender la compraventa, de no luchar contra los viajantes. Sosteníais que vuestra arma era la palabra, y a la hora de la verdad, palabra contra palabra, la vuestra es aire frente a la firma que aprueba un IVA letal o que legaliza el robo de vuestros bienes. Habéis corrido al lado de un carro demasiado grande con la lengua fuera, hasta reventar. Eso, se os dice ahora, era codicia: habéis filosofado por encima de vuestras posibilidades.

Pero incluso los matones necesitan, para sí o para sus señoras, rodearse de cosas bonitas, grandes, coloristas, suntuarias y modernas. En eso se parecen a nuestros gobernantes, que se mueven, como galvanizados por la emoción de saber que el dinero público no es tal cuando cae en sus manos, entre Calatrava y Carla Duval, hermana de la vedette. Cultura.

La neurociencia, como antes hicieran la literatura, la filosofía o la religión, aporta ahora las metáforas narrativas que prometen explicar el todo. Habla de transmisión de datos, de impulsos eléctricos, de determinismo genético y de segregaciones de estimuladores que, por un momento, nos hacen olvidar que existe la ley de causa-efecto. Nubes y redes son las imágenes especulares de nuestro tiempo: oscuridad y laberinto.

Y así la causa del efecto de la destrucción de la cultura en nuestro país queda sin explicar. Son redes, señores, cosas inasibles, fenómenos naturales, actos divinos sin un origen conocido. Es el mercado, que emana de los seres humanos. Se espera de nosotros como ciudadanos que no lleguemos a un análisis más profundo que el dedo azul que apunta arriba o abajo. O, como mucho: es complicado.
Unamuno, hace tiempo, tembló ante el mutilado. Creía en la Universidad como templo de la inteligencia, y hablaba de persuadir, y de mentes que guiaban a las masas y de otras ideas sutiles, pensaba que el enemigo de la cultura era solo la falta de libertad. Pero míranos ahora, libres y ricos, en un país que no fusila a sus intelectuales. Los deja a su suerte como si la omisión del deber de socorro no fuera un delito.

Columna publicada en la revista Ámbito Cultural con el título "El Apagón". 
La primera fotografía no tiene créditos. La segunda es de Michael Schmidt

Igual hay que leer a Peter Stamm para entender lo mal que está Europa


En el mapa imaginario de nuestro continente, Escandinavia es el silencio de Dios, Italia un escote, Austria un sótano lleno de muertos, Inglaterra un parlamentario con ligueros y España una fritanga hecha con la oreja de Pascual Duarte y el ojo del perro andaluz. Todo muy extremo, sí, como un piano sin teclas centrales.

En el mapa real de la UE existe una zona muy grande llena de esa gente sosa a la que hemos conocido siendo Erasmus (que en paz descanse, tiempo al tiempo) y a la que hemos mirado por encima de nuestro hombro mediterráneo: es esa gente que vive veranos cortos, que va de pesca, que acampa cerca de los lagos y que vive sin drama ni emoción. Todo muy gris, sí, como un profesor de alemán con un jersey tejido por su madre.


¿Hay entre los dos clichés -entre el reflejo del esperpento del arte y la falacia de la experiencia como verdad- sitio para visiones literarias que capturen los matices y significados del europeo normal como personaje? ¿Es Peter Stamm -suizo y realista- quien mejor ha sabido tomarle las medidas a ese ente, mitad pesadilla y mitad sueño burocrático? Y si no sabemos muy bien de qué hablamos cuando hablamos de nosotros en tanto que europeos, ¿servirá la obra de Stamm como nuestro equivalente cuando en el futuro olvidemos quiénes éramos en esta deriva?

Europa, vista de lejos, con los ojos del arte, es una cosa cansada y pequeña, un aire respirado demasiadas veces, una conversación entre el cuerpo del texto y las notas al pie. Steiner, Houellebecq, Magris, Jelinek o Winkler se han preocupado, cada uno a su manera, de poner orden (o neurosis) en la avalancha de detritos. Pero tal vez la erudición y el grito necesiten un contrapeso en la balanza: la crónica plana de Stamm parecería, en voz baja, completar la foto.

Quien pueda elogiar su obra con razones atractivas o palabras fáciles, que lo haga. Sus novelas tratan de relaciones amorosas (Siete años), del paso del tiempo (Tal día como hoy), de la búsqueda de un sentido vital (Paisaje aproximado) o de todo lo anterior combinado. Es difícil pensar que un lector menor de treinta años, por ejemplo, encuentre en Stamm a su autor de cabecera: hay algo en la neutralidad de su prosa que parece no distinguir lo poético de lo banal ni lo intemporal de lo transitorio. La experimentación formal -ese énfasis que subraya que algo merece ser subrayado- aparece solo ocasionalmente en algún relato, como si Stamm escribiera entonces acerca de una historia y no acerca de la vida. Su mirada -su lenguaje- se posa sin contraste en un mundo sin relieve, como el nuestro. El adjetivo que resuena al leer sus libros es "normal".

Si el aquí y ahora es la falta de propósito en una asfixia lenta, los personajes de Stamm son el reflejo de nuestro continente: ciudadanos de la UE nacidos hace poco y definidos -o indefinidos- por una superficial noción de sí mismos basada en lo reconocible, en lo repetido y lo externo, en lo pasajero y lo prescindible. Y es en esta desconexión con la propia identidad sentimental o regional donde podemos reconocer nuestro desapego y nuestra levedad: nada es muy grave en el fondo, la vida sigue, estamos aquí por haber de todo. Hacía falta un suizo -quién lo iba a decir- para ver las cosas con tan poca gracia. Y con tanto acierto.

Columna publicada en la revista Ámbito Cultural con el título "Un autor de la UE"
Fotografías de Thomas Struth