14 de diciembre de 2011

El castillo de Neuschwanstein (relato), Pablo Chul


Publican un relato mío en el último número 83 de la Revista La Bolsa de Pipas. Aquí va íntegro.

El castillo de Neuschwanstein, Pablo Chul.

La máquina de café que instalaron en nuestra oficina estaba decorada con una foto de metro y medio del castillo de Neuschwanstein. Desde lo alto de su risco, el edificio, con torres asimétricas y gabletes más o menos góticos, dominaba valles nevados, un bosque de abetos y un lago de montaña en el que se reflejaba parte del cielo azul, puro, glacial, sin nubes. En la parte de abajo, en tres idiomas, estaba escrito que aquel lugar era el paisaje más bello del mundo. Piú bello. Most beautiful.

-¿Es Suiza? –preguntó Inés.

-Es Alemania –respondió Montero-. Lo construyó un rey que luego se mató porque dijeron que estaba loco. Uno que tenía una barca en forma de cisne. Uno que abdicó porque le obligaron.

Todos pasamos por delante de la máquina varias veces. Convinimos, por la quietud que emanaba de la escena, que la foto se había hecho a primera hora de la mañana, y cada uno se fijó en un detalle distinto, como un árbol que parecía nacer en la nieve o una placa de hielo al borde del lago. En la oficina olía a coníferas, a resina, al Tirol.

Pero la máquina no daba cambio, y los precios estaban decididos con toda intención. Un cortado, por ejemplo, costaba un euro con treinta céntimos. Un café con leche doble, un euro con cuarenta y cinco. Uno solo, euro con diez. Pero el té, que nadie toma, costaba un euro redondo. Los que alquilan la máquina lo saben y se hacen ricos con los picos sueltos de la gente que no lleva cambio.

A mí, como jefe y encargado de la contabilidad, me preocupa que se gaste sin razón. Evitar el pequeño goteo puede significar, al final de año, algo de beneficio a nuestro favor para detalles de Navidad o la propina del restaurante de la cena de empresa. Me parece que todo cuenta. No creo ser miserable.

Así que me adelanté al problema y preparé una tabla con los nombres de los empleados en una columna, a la izquierda, y las modalidades de café en una fila, arriba, dejando más espacio para las categorías de cortado y con leche. Y les expliqué a todos que anotaríamos cuánto dinero gastábamos en cada consumición en el cruce entre su y nuestra casilla. Cuando viniese el técnico a calcular la recaudación, sumaríamos el número de cafés y le pagaríamos eso, sin más. El resto del dinero lo devolveríamos a sus dueños según la lista.

No sé cómo lo hacen en otras empresas. Me temo que se dejan hipnotizar por la belleza del paisaje.

Imprimí la tabla, la pegué en un lateral de la máquina y me imaginé a mí mismo en una noche helada. Me había perdido en una densidad gélida y lechosa, en un bosque hundido en niebla, y de vez en cuando oía el ruido de la nieve al caer de las ramas de los abetos. Los cristales de hielo crujían bajo mis botas, y yo caminaba hacia la muerte por congelación o, quizá, hacia el amanecer. Y por sorpresa, ante mis ojos, de repente la niebla empezó a teñirse de azul claro y se disipó en jirones deshechos por los primeros rayos de un sol mate. Vi una torre cónica, un grupo de ventanas, un muro en talud, un tejado de pizarra y, al fin, naciendo entre la niebla, el castillo completo en la cima de su peña.


A los dos meses, después de calcular la recaudación, sobraban casi cuarenta euros.

Fui puerta por puerta a todos los despachos:

-Sala de juntas en diez minutos.

Les recordé que la iniciativa de la tabla repercutiría en todos nosotros y que debíamos tomarnos la molestia de anotar el dinero de todos los cafés, incluso si pagábamos el importe exacto, en la casilla que nos correspondiese. Si no lo hacíamos por nosotros, debíamos hacerlo por solidaridad con el ahorro de nuestros compañeros.

-No quiero que nadie pierda dinero pero, desde luego, no quiero que nadie se quede con nada que no sea suyo. Alguien no está apuntando sus consumiciones. Hay dinero de más.

-A mí se me ha olvidado alguna vez –dijo Inés.

Le pregunté cuántas.

-Eso no lo sé. Cinco, seis, pero casi siempre llevo cambio.

No recuerdo quién confesó algún otro despiste. Nada en concreto.

-Si sobra dinero y no es de nadie –dijo alguien-, entonces es de todos. Lo usamos para la oficina, y ya está. Si os parece.

Nadie reclamó el dinero. Esa misma tarde, al volver de comer, paré en una floristería y compré una planta de jazmín.

Pasé un rato decidiendo dónde colocarla, y al final elegí un rincón a la derecha de la mesa de Montero porque sospechaba de él. Le había visto muchas veces por el pasillo con un café en la mano, pero nunca con un boli. Y en la reunión no había abierto la boca. Era un hombre mayor, culpable tal vez de muchos olvidos. Quise recordarle la importancia de anotar los cafés –todos los cafés- y puse la planta a su lado, como un mensaje delicado.

Montero se quitó las gafas y movió su silla hacia atrás.

-Esto, ¿a qué viene?

Sentí el calor de la vergüenza en la cara, y después en todo el cuerpo.

-¿No le gusta? ¿Me la llevo?

Y me sentí, de repente, imbécil.

-¿Me la llevo?

-Déjela.

-Aquí tiene buena luz.

-Que la deje ahí. Gracias.

Noté el corazón en la garganta y volví a mi despacho como si saliera a la pizarra.

El dinero es algo muy espinoso. Por eso hay que ser escrupuloso en su manejo.

Unos días después, salí de mi despacho y me encontré a Montero delante de la máquina de café con una moneda de dos euros en la mano y una sonrisa paralela al bigote. Estaba, como quien dice, con el cuerpo del delito.

-Le iba a pedir cambio ahora mismo –dijo.

Mentira.

-Descuide, Montero –contesté –a éste le invito yo, que llevo suelto. Un café no va a ninguna parte…

Algunos no aprendemos nunca.

-…pero muchos cafés, al final…

¿Por qué lo dije? Montero clavó la mirada en el lago como si fuera a deshelarlo.

-¿Todo esto es por unos céntimos? –dijo.

Y me dejó con dos cafés delante de la máquina. En la torre más alta, justo debajo del tejado, me fijé en un balcón circular, con una balaustrada de arcos apuntados muy estrechos y juntos. Quise imaginar la vista desde allí, pero no pude.

Me bebí mi café, y después el de Montero.

Algo menos de dos meses más tarde, justo antes de que el técnico pasase por la oficina, tuve una sorpresa. Montero asomó la cabeza por la puerta de mi despacho. Estaba de muy buen humor.

-He pensado algo, pero no se moleste si se lo digo –empezó-. Antes de que me monte otra reunión extraordinaria o me lleve un ramo de rosas a la mesa, lo confieso. Mire, lo voy a cantar: yo soy el que no apunta los cafés. Se me olvida, qué le voy a hacer, no me acostumbro. Ya está.

Y se sacó un paquetito plano del bolsillo.

-Esto es para usted, para que no me ponga en evidencia.

Era una foto de una montaña dentro de un marco plateado, y no supe muy bien si el regalo era el marco o la foto.

-Es el pico más alto de Austria, el Grossglockner –dijo-. Casi cuatro mil metros, cerca de Italia. En los Alpes Nóricos.

Le dije que no tenía que haberse molestado. Él se sentó en una silla y cruzó las manos en el borde de la mesa, delante de mí.

-Usted es el que no tenía que haberse tomado la molestia; a mí las plantas se me mueren siempre.

Y empezó a hablar de montañas. Me contó que, de joven, había escalado el Cervino, el Mont Blanc y alguna otra. Estuvo un rato largo en mi despacho dibujando peñas y desfiladeros con las manos en aire.

-Pero ya no escalo. Ahora me gusta cazar.

Cazar. Eso dijo, esta vez con las manos quietas.

-Osos. Matar un oso, eso sí es un sueño. Aquí en España no se puede, está prohibidísimo, pero en Rumanía y en Hungría, sin problemas. Se compra una licencia y listo. Hay osos por todas las montañas.

Me contó algo más y se fue. Creo que cualquier persona entendería que a mí, en asuntos de dinero, me guía el celo. Se me puede perdonar.

Al día siguiente, después de recaudar, sobraban unos cincuenta euros. En realidad, pensé, si Montero era el único que no apuntaba sus cafés, el resultado no cambiaba en absoluto: todo el dinero extra era suyo. Era como si apuntase, pero con tinta invisible.

Así que decidí esperar a reunir el dinero de varias recaudaciones y devolvérselo, todo junto, en su cumpleaños. O quizá, mejor, hacerle un buen regalo, algo más personal, elegido para él.

Se me ocurrió un chaleco de caza con muchos bolsillos.

Pero a Montero empezó a gustarle llamar a mi puerta a media mañana. Golpeaba suavemente con el canto de una moneda y decía:

-Si alguien quiere un café…

Y a veces, sólo a veces, yo salía para tomar el café con él de pie, delante del castillo de Neuschwanstein, viendo los abetos y el cielo azul. Pero casi siempre se sentaba en mi despacho, hablaba diez o quince minutos y se iba.

Llegué a saber de la vida de Montero más que nadie en la oficina, y creo que en la tierra entera. Me contó que vivía con su tía anciana, en el piso de ella.

-Un cura la dejó embarazada durante la guerra. Se fue a vivir con mi madre, le obligaron a abortar, empezó a perder la cabeza. No hace nada, no sabe dónde está, cree que yo soy el hijo del cura. Se pasa el día sentada al lado de un radiador, invierno o verano. Eso es todo, no hace más. No va a durar mucho, está ya más seca que la mojama. En cuanto caiga y yo me jubile, a vivir, se lo digo como lo siento. Vendo el piso y me largo a cazar. No voy a dejar ni un oso en todos los Cárpatos.

Muy bien, Montero. ¿Y qué?

Y no es que me resultase desagradable, pero, muy poco a poco, Montero pareció dar por sentado que a mí me apetecería escucharle todos los días, uno tras otro. Se imponía, con un café para él y otro para mí. Era evidente que no hablaba con nadie más, y empecé a echar de menos perderme entre los abetos nevados, en soledad, con un café –mi café- en la mano frente a la máquina, y no volver a escuchar la historia del cura violador y el hijo abortado.

-Ah, y masca –me soltó una vez de pronto.

-¿Masca? ¿Quién?

-Mi tía, sí. No se lo dije el otro día. Se mete un bizcocho de soletilla en la boca y lo masca un rato. Si se le pega al paladar, se hurga con el dedo. Luego toca el radiador para ver si está frío o caliente, ya sabe. Así todos los días.

Efectivamente: así todos los días. Ciervos, zorros o raposas, me daba igual.

Una vez, abrí la puerta de mi despacho y me encontré a Inés absorta en la contemplación de las laderas alpinas. Llevaba un jersey de cuello vuelto con un crucifijo por encima y el pelo recogido con horquillas.

-Estaba pensando –me dijo- en aprender a esquiar.

Parecía volver en sí después de estar muy lejos.

-Por cierto, tenía que decirte que Montero me ha dado la planta que le regalaste. Dice que no quiere que se le muera, que él tiene muy mala mano.

-Gracias, Inés.

-¿Sabes si desde Sierra Nevada se ve el mar? No a pie de pista, eso me figuro que no. Pero, igual, a lo lejos. Esquiar viendo la Alhambra con el mar de fondo, ¿te imaginas?

-Creo que no. No está todo tan cerca, y creo que el mar y la montaña son direcciones distintas.

-Bueno, ya veré. Igual sí, igual no.

Y entonces, una tarde, me quedé el último en la oficina. Al salir, Montero estaba sentado en el sofá del portal, con una revista de pesca sobre las rodillas. Dijo que tenía el coche en el taller. Si no me importaba, acaso yo podría, en fin, acercarle.

Lo vi como por primera vez. Me fijé en su cuello, atravesado por arrugas horizontales, en su bigote amarillento, en las manos cubiertas de pelos hasta la mitad de los dedos. Llevaba gafas nuevas, sin montura. Se estiró el pantalón al ponerse de pie. Le vi las uñas largas y limpias.

En el coche, me contó una historia en la que él y un amigo se perdían en los Dolomitas y dormían en una cueva. Pasaban tanto frío que se meaban en las manos para que no se les congelasen. Sobrevivían de milagro.

No me lo creí, no me importó y me dio asco.

Paré el coche a la puerta de la casa de su tía, un bloque de pisos de estilo franquista en piedra gris y ladrillo, con las ventanas apagadas. Imaginé a la tía de Montero, consumida en un sillón, fuera del tiempo, al lado del radiador, al final de un pasillo interminable, en la posguerra, en una vida de domingos por la tarde.

Miré a Montero. De perfil era viejísimo, y yo no tenía nada que decirle. Enroscó la revista en su regazo.

-Si quiere –ladeó la cabeza-, mi tía está más muerta que viva.

-Montero, no le entiendo –dije.

De verdad, no le entendí.

Se bajó del coche y entró en el portal. Llevaba el abrigo sobre los hombros, como una capa, y encendió un cigarro del que salió un humo gris, gris, gris.

Al día siguiente, con ciento cuatro euros a su favor, Montero se pegó un tiro en el pecho.

Como jefe, me encargué de las formalidades. Convoqué a todos los compañeros a la sala de juntas, les di la noticia y expuse el problema del dinero sobrante. Votamos emplearlo en una corona para el entierro. Era lo correcto.

Para que me diera el aire, fui yo a una floristería. Sobre el mostrador, una señora de mediana edad y pelo negro pasó las páginas plastificadas del catálogo de coronas funerarias.

-Esto es orientativo –dijo-, recién hechas quedan mucho mejor.

La más pequeña era del tamaño de un roscón de Reyes individual. Todas me parecieron bonitas. Todas eran caras.

El dinero llegó para una mediana.

-¿Qué texto va a querer en la cinta? ¿Es para un familiar?

-Para un compañero de trabajo.

-Entonces, ¿“tus compañeros”?

-¿Tus compañeros? ¿De tú? –le pregunté.

-Claro, sí. De tú. A los muertos de tú, siempre. Sí, siempre. Pero escribimos lo que usted prefiera.

Elegí la corona y el texto, pagué y volví al coche. Pensé que había llegado el momento de empezar a tutearte, Montero, y se me escaparon lágrimas por sorpresa, de repente, a lo tonto.

Porque no puedes hacernos esto a nosotros, a tus colegas. Te lo habrías pensado si hubieras visto a Inés al salir de la sala de juntas. Fue a la máquina, miró la lista de los cafés, pasó los dedos por tu nombre y se fue a su despacho, a llorar sin duda.

Tus casillas vacías, Montero, eso fue lo peor. Como si hubieras empezado a irte antes de tiempo.

Y nadie habló en todo el día. Sin preguntar a nadie tiré la planta de jazmín, que estaba aún medio verde. Guardé la foto del Grossglockner en un cajón de mi mesa y llamé al informático para que formatease tu ordenador. Repartí el trabajo que habías dejado pendiente entre los vivos, y los restos de tu presencia, Montero, desaparecieron en un par de horas.

Preparé una tabla nueva, ésta sin tu nombre, despegué la vieja del lateral de la máquina de café, la doblé y la metí entre las páginas de mi agenda.

Montero, a punto de jubilarte. Sin avisar.

Conduje hasta el tanatorio, busqué tu sala y te vi en tu ataúd, dentro del escaparate. Estabas guapo, Montero. Te habían puesto un traje de tres botones y te habían maquillado bien. Te habían disimulado las ojeras. Te habían peinado el bigote. Tenías las mejillas más llenas, casi lisas. Llevabas las gafas nuevas. Eras un hombre digno de aprecio y respeto, frente a mí, los dos solos en la sala del tanatorio, separados por un cristal y un tiro en el pecho.

¿Dónde te lo pegaste? ¿En el corazón? ¿Justo en el centro? ¿Cerraste los ojos?

Montero, pensé en ti, ¿sabes?

Y te imaginé en el balcón de la torre más alta del castillo de Neuschwanstein con una escopeta de caza, matando a los osos de toda Europa. Estaba amaneciendo, Montero, y empezaba un gran día. Manadas enteras acudían a ti desde los Urales y los Apeninos como si el sonido de los disparos les llamase por su nombre. Los osos se acercaban a los pies de la colina y se dejaban matar a cientos, a miles, abatidos por ti. Las osas empujaban a sus crías con la zarpa hasta los claros del bosque para que tú pudieras verlas bien y matarlas, una a una. Los ositos rodaban hasta el centro de tu mira telescópica. Tú disparabas, ellos morían. Todos.

Y no dejabas ni un oso en el mundo, Montero.

Entonces se abrió una puerta lateral dentro del escaparate, y un operario entró con nuestra corona, que ahora es la tuya. La colocó a los pies de tu ataúd, justo frente a mí.

Pensé que era exactamente del tamaño de un salvavidas.

Perdóname, Montero, pero eso fue lo que se me pasó por la cabeza.

Tu corona era preciosa, Montero. De verdad, te habría gustado. La habían hecho con lirios, gladiolos y claveles entrelazados, y dos amarilis rojas, juntas, en la parte de abajo.

Y escrito en la cinta, con mayúsculas negras, de lado a lado:

LO DE TUS CAFÉS


Fotografías de John Mann

5 de noviembre de 2011

"Némesis", de Philip Roth


Crítica de "Némesis", de Philip Roth, publicada en Quimera, septiembre 2011

Juguemos a abril “Némesis” como si fuera un libro anónimo, y veamos qué pasa: es una novela breve –apenas doscientas páginas- dividida en tres partes. Las dos primeras narran la historia de Bucky Cantor, un joven profesor de educación física, durante una epidemia de polio en el verano de 1944 en Newark. La tercera sucede décadas después, cuando el narrador Arnie Mesnikoff, que quedó lisiado por la enfermedad entonces, se encuentra con Bucky y escucha la historia que hemos leído. Tenemos entre manos, pues, una narración sesgada o deformada por dos puntos de vista superpuestos, con lo que ello significa: el autor, sea quien sea, señala que esta historia no puede existir separada de sus narradores, y que su sentido estará en cómo éstos la interpreten o la hagan suya. Es decir, que la epidemia de polio que mató niños como moscas en aquel infecto verano de 1944 interesará en tanto en cuanto afecte a Bucky y a Arnie Mesnikoff. Bucky es portador de la enfermedad, y Arnie se contagia. Unidos en un instante por el virus, divergen a partir de entonces en la manera en que deciden vivir con el dolor: uno lo coloca en el centro de su existencia, el otro lo supera.

Aquí hay, en principio, un autor audaz, que se atreve con una propuesta narrativa que empieza presentando una historia de hondura bíblica y termina en una situación cotidiana acerca de la gestión del sufrimiento. Viajamos de su mano de la amenaza cósmica a los problemas de Bucky y Arnie, de la tragedia al melodrama, del tono mayor al tono menor, de la teología a la psicología. La dirección descendente de la flecha que traza “Némesis” indica, en principio, sólo riesgo.

Pero, ¿quién se atrevería a lanzarse tan decidido a semejante estructura anticlimática? ¿Cómo debemos interpretar la elección de dos personajes de dimensiones muy modestas –Bucky y Arnie- como heraldos de una historia que parecería aspirar a ser una metáfora de todos nosotros? Y, en otro orden de cosas, ¿qué voz podría esconderse detrás de las preguntas que plantea esta novela?

Pues parece haber algo de inocencia inquietante en “Némesis”, tanto en las ideas sobre las que se trenza la historia como en la concepción de la literatura que parece inferirse de su lectura. Y es que la mirada sobre el problema teológico y existencial que plantea esta epidemia de polio es transparente y directa, lo que significa también literal y obvia. ¿Es posible que el autor, llevado por el deseo de verle la cara desnuda al sufrimiento humano, haya olvidado que la literatura cuenta con recursos oblicuos, esquivos y mágicos para deslizar entre líneas dudas, ironías, sobrentendidos y oscuridades? ¿Es la transcripción limpia de una pregunta lanzada a Dios por Bucky Cantor la forma más literaria de presentar una duda existencial? ¿Hay en “Némesis” impericia narrativa al mezclar ideas, trama, fondo y artificio, o tal vez despreocupación? ¿Nos habla un autor muy joven, o uno muy viejo?

No importa qué lugar –menor, mayor o insignificante- ocupa “Némesis” dentro del canon de las obras del autor, cuyo nombre nunca supimos. El libro, una vez abierto en canal sobre la mesa, apenas respira. Lo sostiene con mínima vida el soplo de desesperación de un creador que, como Job y todos nosotros, se ha preguntado por la razón y el origen del sufrimiento infligido por Dios de manera arbitraria. Decidirá el lector si tal idea basta para que un libro aguante una segunda o una tercera lectura.

Existe una novela enorme, que tal vez interese poner al lado de éste. Se llama “The only problem” y la escribió Muriel Spark en 1984 como refutación, glosa o reverso del libro de Job. Para Spark, el problema teológico más digno de consideración era, como para el protagonista y seguramente el autor de “Némesis”, la existencia del dolor en un mundo creado por Dios. Pero aquel libro era mentiroso, fascinante, esquivo y refractario, y éste es directo y honrado, como un cabreo en voz muy alta que pide el abrazo unánime de todos los lectores. Y de hecho, según parece, lo ha conseguido. Ni que lo hubiera escrito Philip Roth.

Fotografía de Iñigo Aragón.

4 de junio de 2011

Como todos, nosotros también fuimos historia bajo el cielo negro. Modistas, viajantes, maestros de un año cualquiera en esta España mía, esta piel de toro, esta España muerta. Sol y sombra, coche y manta, una merienda en la cuneta en un paisaje igual que otro. Siluetas contra el fondo, ahora gente, ahora ausencias, siempre nada. Un traje de novia, una mili larga, un sueño en estéreo, roca, monte y soto.

Un rostro sobre una cara, como Dios mandaba. Varios hermanos, langostinos, mujeres cortadas, cartas de baraja en un basurero y un niño que nace sin una promesa y crece sano y fuerte, convirtiéndose en otro. Así éramos. Caza menor, pesca de bajura.

Fuimos tus padres, tus abuelos, tal vez tú mismo hace décadas, cuando nuestra casa era una casa-cuartel y nos sentábamos en torno a la mesa camilla, esperando visita, mano sobre mano y sobre mano fría.

Españoles: Él ha muerto.

De estas cenizas venimos.

Nosotros éramos los que movíamos los labios en misa de tarde. Una sesión doble y un paseo al mismo sitio. Sobre nuestro cuerpo, un cuerpo cualquiera. La pata quebrada el domingo por la tarde, y los niños, a la cocina. Tu recuerdo en otra mente.

¿Para qué tuvimos veinte años?

El coche no arranca.

(Texto de Pablo Chul para el trabajo de collages fotográficos "La sombra en el césped", de Iñigo Aragón).

20 de marzo de 2011

Patricia Highsmith era Satán


(Artículo mío acerca de la biografía de Patricia Highsmith que ha escrito Joan Schenkar, publicado en Hermano Cerdo.)

A veces nos ponemos mesiánicos, hablamos en primera persona del plural e increpamos a los autores de los libros que leemos. Tú corta este final, tú mata a la chica y tú no subrayes los indicios.

Eso hacemos. Ahora, por ejemplo, estamos hablando con Joan Schenkar, que ha pasado ocho años leyendo todo lo que Patricia Highsmith escribió y no publicó: ocho mil folios de diarios y cuadernos, y unas doscientas cincuenta obras rechazadas o dejadas a medias.

Joan, le decimos, ¿qué tal lo has pasado?

Pues mal.

Y se nota. La biografía que ha escrito Schenkar (Saint Martin’s Press y Picador la publican en inglés, Circe en castellano) tiene algo de tesis doctoral atragantada, de obra escrita como venganza contra uno mismo y contra el tema, de trabajo hecho de un tirón y en caliente. Casi se oye a Schenkar pensar: no puedo más, o me mata ella o la mato yo.

Highsmith era, si creemos a Schenkar, bruja por los cuatro puntos cardinales. Los camareros la evitaban y los vecinos no querían encender la luz por si se les plantaba en casa a beber sin límite y despotricar contra los judíos o el fisco. Sus amigos recuerdan que la hospitalidad “a la Highsmith” consistía en pasar hambre, frío y visitar un sótano, y sus agentes cuentan sin sonrisas que les escamoteaba comisiones. Si alguien se acercó a Schenkar con una historia amable, ésta la sepultó en una línea entre cientos de miles de líneas: que nadie diga que no está, pero que nadie la recuerde.

Joan, le decimos, tu trabajo es titánico. Se parece a la montaña que había delante de la casa de Highsmith en Tegna, Suiza, una mole magnética que tapa el sol y da miedo. Pero tenemos una sugerencia, sólo una pequeña sugerencia: cuando tengas un rato, toma las cien páginas del quinto capítulo de tu libro y conviértelas en un ensayo acerca de los escritores que, como putas y en silencio, trabajaban para la industria del cómic. Ahí está la joya, acepta nuestro consejo.

Y es que Highsmith...

(el artículo completo está aquí)

Fotografía de Alexis Vasilikos

17 de febrero de 2011

Dos historias de terror

Vuelven, vuelven y vuelven a mí dos momentos indescriptibles del cotilleo literario. Son como el regusto de una pesadilla dirigida al alimón por Haneke y Berlanga, si eso es posible. Grima y pena, risa y dentera, y yo no sé qué pensar.
Ahí van, pues, dos historias paralelas protagonizadas por sendas mujeres pesadas y mesiánicas, que se transformaron en ovejitas cuando la soledad les enseñó los dientes.

Caso 1) "La luna de miel de George Eliot, o los maridos sin garantías". George Eliot, seria y monumental, vivió una historia de amor con el filósofo George Henry Lewes, que estaba casado. Estuvieron juntos veinticinco años, se hacían llamar marido y mujer cuando viajaban juntos y amaban el conocimiento casi más que el uno al otro. Eran superhéroes del saber, de los que ya no hay.

Juntitos en la cama, cabeza con cabeza leyendo el mismo libro:
-Oh, mi George. Qué razón lleva Feuerbach, lee aquí.
-"Gott ist das offenbare Innere, das ausgesprochene Selbst des Menschen". Oh, mi George.

Y así todos los días.

Pero no pudieron casarse, y George Eliot se quedó viuda y con la espinita.

Pero John Cross, un depredador veinte años más joven que ella y admirador de la pareja, entró en escena dispuesto a todo.

-George, yo te amo.
-John, tengo sesenta años.
-Casémonos. Nunca tuviste luna de miel. Piensa en el vestido, el velo, las flores. Recuerda cómo planeaste con George vuestro viaje. Calais, Francia, Italia, amor en Venecia, you name it, darling.

Y se casaron, indeed. Se casaron e hicieron, paso por paso, el viaje que George Eliot nunca llegó a hacer con George Henry Lewes. Hay que suponer que George Eliot sentiría, al menos, un escalofrío ante la suplantación.

-¿A que soy como él, George?
-Mejor. Veinte años más joven. ¿A que soy una novia guapa?
-Pareces una doncella.

Pero, ay, llega un momento de la luna de miel en el que hay que cumplir con las obligaciones, y parece ser que llegó en Venecia. La luna reflejada en el agua bajo el balcón del hotel, la brisa, los colores de Tintoretto en la mente... Era sí o sí.

-Momentito, George, que salgo a tomar el aire.

Y Johh Cross saltó al Gran Canal.

Pero no murió, no. Le sacaron del agua medio enloquecido, y fin del affaire. George Eliot murió a los pocos meses, tal vez preguntándose para qué se había casado, tal vez si el agua estaba fría.


Caso 2) "El Antinoo de Yourcenar, o los infortunios de la vejez".
Marguerite Yourcenar rondaba los setenta y tantos y acababa de enviudar de Grace Frick, su novia de toda la vida, cuando abrió la puerta de su casa a Jerry Wilson, un fotógrafo más o menos joven que muy bien podría haberse llamado Tom Ripley. Debieron de estallar rayos en el cielo cuando la mano de Wilson hizo toc toc.

-Sí, ¿quién es?
-Soy un mal bicho, pero admiro su obra. Es usted mi autora favorita.
-Los halagos desarman a cualquiera. Incluso a mí, que estoy hecha de la piedra con la que se talló el Partenón.
-Hablando de lo cual, señora, pongamos todas las cartas sobre la mesa. A mí me gusta hacer lo de los poemas de Cavafis, así que en ese aspecto soy inofensivo del todo.
-Pues es un alivo, porque una tiene ya cierta edad.
-Oh, no, señora. Usted es y será siempre inmortal.
-¿Y qué me ofrece, joven?
-Pues compañía para viajar. Pero paga usted, que yo voy de gorra.

Y así partió por el mundo la extraña pareja. Imaginémoslos en Japón, en Grecia, en Roma, y de vez en cuando de vuelta a Mount Desert Island, reponiendo fuerzas. Imaginémoslos como debieron de estar en muchas ocasiones: ella recitando ditirambos al alba y él mirándose las uñas. E imaginemos también las broncas en las que él le pedía dinero y más dinero, y ella daba, daba y daba.

-Pero, ¿para qué tanto, Jerry?
-Para vicios. Y si no me lo das, me largo y viajas sola si te atreves. Claro, que con ochenta años... -Ay


Pensemos en que la muerte les llevaba de una mano a cada uno: él estaba enfermo de sida y ella apuraba lo que le quedaba en la copa.

Y visualicemos esto, que sucedió tal cual.
En Egipto, Yourcenar decidió hacer un homenaje triple a Adriano, a Antinoo y a su gloria literaria, y se montó en una barca en el Nilo. Llevaba una bolsita con monedas que quería echar al agua en el sitio aproximado donde Antinoo se ahogó ante los ojos de Adriano. Iban con ella Wilson y el barquero, que todavía se pregunta por el significado de lo que vio aquella mañana.

-Pare usted aquí, señor barquero, que yo soy una autora insigne y voy a hacer una cosa altamente simbólica. Porque en este mismo punto Antinoo cayó al agua y murió. Se dice que fue un suicidio por amor, y yo, en su memoria, voy a tirar estas moneditas al agua.

Chof, cayeron las monedas.

Y otro chof.

Jerry Wilson... ¡se tiró al Nilo!

Pero tampoco murió, no. Una vez en el agua debió de pensar que hasta el barquero habría entendido el paralelismo y volvió nadando a la barca.

Imaginemos la conversación de vuelta al hotel.

-Casi me ahogo, figúrate. Yo habría muerto como Antinoo.
-No comment, Jerry.
-Qué cosas.
-No comment, Jerry. ¿Te lo digo en yambos o en espondeos?


Fotografías de Alexander Binder

4 de febrero de 2011

El top-ten del chisme literario

Estaba yo en la cinta del gimnasio corriendo hacia ninguna parte cuando pensé en lo profundamente chunga que era Patricia Highsmith, cuya biografía me estoy metiendo entre pectoral y trapecio. Era retorcida, la tía. Te cruzabas con ella y tenías que ir a un exorcista.

Así que tiré del hilo y junté a los siguientes amiguetes en un supuesto ucrónico. Primero me regodeé en los de carácter indeseable y después, por efecto benéfico del oxígeno en la sangre, en los momentos literarios que debieron de molar.

De los primeros no digo nada. Pero, ¡ay, qué no daría yo por haber asistido, detrás de una cortina, a los siguientes episodios que forman el top-ten de los momentos estelares del cotilleo literario, que diría Stefan Zweig.


1) El viaje del gato Spider, que pasó de las manos de Patricia Highsmith a las de Muriel Spark.

2) Proust envuelto en manta+manta+manta+abrigo+abrigo eligiendo chulazo entre los camareros del Ritz. Y ver la cara del camarero... Moi? Pourquoi moi?

3) Byron retando a Shelley, a Mary Shelley y a Polidori a escribir una novela de terror en Villa Deodati.

4) Galdós, ciego y a punto de morir, palpando su propio rostro de piedra en el monumento de El Retiro.

5) El corazón de Thomas Hardy en una caja de galletas.

6) El complot entre Edith Wharton y Scribner's para que parte de los beneficios de "La casa de la alegría" fueran a Henry James.

7) El duelo entre Pushkin y D'Anthes.

8) John Cheever de cruising.

9) Carson McCullers de gorrona en la casa de Elizabeth Bowen.

10) Y de rebote, pero por honores: la hija de Larra inventando la estafa piramidal.

Hay más. Ya tengo otro top-ten. Mañana, tal vez, cinta mediante.

Fotografías bordadas de Maurizio Anzeri

24 de enero de 2011

La princesa prometida, de William Goldman

Publican un artículo mío sobre La Princesa Prometida, de William Goldman, en la revista Hermano Cerdo, que comparto con ilusión. Transcribo.

"La Princesa Prometida / La Princesa Posmoderna", por Pablo Chul.

Bueno, al grano. Si no habéis leído el libro, ya estáis tardando.

Yo tardé, y por eso hablo como converso, es decir en voz muy alta: LEEDLO. Todo lo demás puede esperar, y no sirve de nada haber visto la peli porque la peli es la mitad.

(Ya, pero a mí del cocido madrileño sólo me gustan los garbanzos.


-Bien, pues entonces estás comiendo garbanzos, no cocido.


Ya, pero yo me salto los capítulos de Jesucristo cuando leo El maestro y Margarita.

-Vale, pues entonces estás leyendo otro libro).



Esto pasa con la historia de Westley y Buttercup, que todos conocemos: es la mitad del libro. La otra mitad es la historia ficticia de cómo el autor (William Goldman) resumió la novela La Princesa Prometida, escrita por un supuesto S. Morgensten. El sentido, la gracia, el genio y la vigencia de La Princesa Prometida están en la mezcla de ambas historias (o niveles, o cajas chinas, o registros, o como prefiráis).

De un primer vistazo tenemos, pues, un texto que alimenta a otro, un autor inventado y un aire a metaficción y posmodernidad.

¿Es esto La Princesa Prometida?

Sí, y más.

La Princesa Prometida se escribió en 1973. Entonces narraba la historia de cómo el autor, un alter-ego de Goldman, resumía la novela de aventuras que escribió Morgensten. Cinco años después, Morgensten (que no existe) envió a un editor (que tampoco existe) Los gondoleros silenciosos, una especie de spin-off remoto de La Princesa Prometida. En 1987, Goldman escribió el guión para la película que todos hemos visto. Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre, prepárate a morir.

El tiempo pasó para todos, personas y personajes, actores y película, y en 1998 Goldman (escritor) engordó su novela contando cómo Goldman (alter-ego) había vivido el éxito de Hollywood y su obsesión por la obra de Morgensten. La Princesa Prometida ganó cien páginas y un tercer nivel de lectura, porque el libro ahora narra, además de las historias de Buttercup/Westley y Goldman/Morgensten, el relato de Goldman frente a su historia en tiempo presente.

Porque el libro no ha terminado. En la última página, Goldman ve a un chico y una chica con sendas t-shirts donde se lee “Westley never dies”. Y si las t-shirts existen en la vida real, es probable que Morgensten también, y que La Princesa Prometida o lo que quede de ella continúe en una futura edición.

Entonces, ¿qué leemos en esta novela?

Pues algo parecido al principio de la segunda parte del Quijote, incluyendo Tasa, Privilegio, Fe de erratas, Prólogo y Dedicatoria al Conde de Lemos. Las glosas de un libro inexistente. Una novela llena de razones para reconciliarse con la posmodernidad que gusta, es decir la que no alecciona. Y es ahí, en este libro como reflexión sobre las funciones de la ficción, donde tal vez esté su sentido.

Como si nada, Goldman desmonta una historia de género caballeresco (la novela de Morgenstern, una “classic tale of true love and high adventure”) y decide narrarla a través de la voz de su alter-ego, que interrumpe, corta y comenta, selecciona, abrevia y molesta.

Es decir, que Goldman y el lector pactan:

a) que la vigencia de un buen relato es independiente de su forma;


b) que la manera de narrar clásica ha muerto; 


c) que el lector aceptará la función de Goldman como intermediario.

Ideas que no aparecen aquí por su valor lógico sino por su efectividad como recurso artístico. Ideas que no se discuten: se tragan.

Porque abrir un libro es creer.

Y así este libro se presenta, aparentemente, como una celebración del placer y el misterio de narrar, ideas que la posmodernidad mata cuando las encumbra y honra cuando las goza, como hacen Coover y Angela Carter: si la ficción es convención y el autor zozobra, escribamos con una sonrisa, o incluso una carcajada...

(El artículo sigue aquí...)

Ilustraciones de Silja Goetz

17 de enero de 2011

Las twenty thousand streets de Patrick Hamilton (2)


Decíamos ayer que el lector se había quedado un poco así con la primera novela de esta trilogía. Pero siguió leyendo, y siguió leyendo, y cuando llegó a la mitad de la segunda (The siege of pleasure) ya había cambiado de opinión porque el lector es un hombre de juicios más bien endebles. Y es que donde dice digo dice diga y se queda tan ancho. Empezó el libro soltando pestes y lo terminó cantando alabanzas. Así es el zen: los contrarios se vuelven unidad, o en su defecto argamasa.

Pues eso: que si Hamilton lo había hecho mal en The Midnight Bell, que si Hamilton necesitaba un curso de narrativa acelerado, que si tal y que si cual, y ahora resulta que Hamilton lo hace todo bien en The Siege of Pleasure. Tan bien lo hace que esta novela otorga sentido retrospectivo a la anterior, e incluso la redime.

The Siege of Pleasure (TSOP) es la historia de cómo Jenny la prostituta llegó a ser quien es. La vemos con un cliente en plena negociación. Tú tienes pinta de chica mala, dice el cliente. Es que lo soy, dice ella, porque un vaso de oporto me echó a perder.

Y entonces vamos al pasado, o para ser exactos, a un pasado de cuento. El siguiente capítulo se llama "The treasure" y empieza con tono y personajes de fábula: una chica perfecta llega a una casa del barrio de Chiswick donde viven tres viejecitos viejísimos, tres caricaturas a lo Dickens. La chica es Jenny, claro, a la que conocíamos sólo como el arquetipo de la putilla.

En este momento se firma el pacto entre autor y lector que rige TSOP:

El autor promete contar la historia de la transformación de Jenny 1 (chica perfecta) en Jenny 2 (prostituta amoral) en clave de fábula, utilizando los recursos literarios propios del género. Queda libre de las obligaciones propias de otras formas como la novela realista o el folletín, y adquiere la facultad de utilizar los elementos narrativos que considere adecuados para el fin y la forma que convenga.
El lector firma y acata.

Así sí se hacen las cosas. El lector avanza por la novela como la niña del traje rojo avanzaba por el bosque, y se traga tres sapos de tamaño estratosférico.

Sapo 1) El desencadenante. La vida de Jenny se transforma por una borrachera. De la noche al día está condenada. ¿Inverosímil? No: estamos en una fábula, y las fábulas tratan con frecuencia del poder transformador de un elemento. También lo hacen las contrafábulas: véanse La leyenda del Santo Bebebor, de Roth, y el Billete de un Millón de Libras, de Mark Twain. Aquí un vaso de oporto arruina a Jenny, y nos parece muy bien.

Sapo 2) La psicología del personaje. Un arquetipo que se transforma en otro, y juntos, como dos mitades en el tiempo, componen un personaje. No hace falta más. Basta que el arquetipo tenga reacciones humanas para que nos lo creamos. Estamos en una fábula, remember.

Sapo 3) La ausencia de suspense. Mira, dice Hamilton, aquí tenéis el final, encima de la mesa y bien clarito: Jenny termina mal. Pero, ¿queréis que os cuente el cuento de cómo la buena de Jenny terminó haciendo la calle por culpa de un vaso de oporto?

Si es que no hay nada como ser sincero, incluso en arte. ¿Que Matthew Barney es de pueblo? ¿Que a Marina Abramovic le pesan los Balcanes? ¿Que el flan no es de la casa? Vale, pero que lo digan.

El lector goza con TSOP. El lector es un vendido. Al lector le parece bien la borrachera que se pilla Jenny, y le parece hasta magistral la tercera parte de esta novela, llamada "The Morning After". Porque hay una morning tras la cogorza, y Jenny la sufre como si fuera una pesadilla. Cada acción a su alrededor está ralentizada con esa atención que hipnotizaba en The Slaves of Solitude y ponía de los nervios en The Midnight Bell.

Total, que el lector termina la segunda novela de esta trilogía en las antípodas de donde la empezó. Tanto, que se adentra en la tercera pensando en metáforas para contar cómo una parte de la obra ilumina y transforma el sentido de las demás. Pero no se le ocurre más que la luz del pasillo que ilumina el dormitorio.

Y es que el lector es simple.


Fotografías de Lorna Simpson