21 de enero de 2010

"A house of air": artículo sobre ficción de Penelope Fitzgerald


Traduzco libre y chapuceramente un texto de Penelope Fitzgerald que aparece en "A house of air", una recopilación de ensayos, reseñas, críticas y fragmentos autobiográficos.
Following the plot:

Supongamos que yo fuera a escribir una historia que empezase con un viaje que hice al norte de México hace veintisiete años, acompañada por mi hijo, que entonces tenía cinco. Fuimos a visitar a dos viejas damas que se apellidaban Delaney y que vivían cómodamente, pese a unas reformas económicas recientes, de las ganancias de la mina de plata de la familia. Habían vivido en Fonseca desde niñas; una era cuñada de la otra. Sus parientes en Irlanda habían muerto, ellas estaban solas en el mundo y era de esperar que, en virtud de cierta amistad remota, se encariñasen con mi hijo y le dejasen todo su dinero. En realidad, si yo no había malinterpretado sus cartas, la idea había salido de ellas.

Las viejas damas vivían en una mansión con contraventanas de estilo francés, rodeada de nogales; en la casa siempre hacía fresco gracias a la doble altura de los techos. En la semipenumbra de estas habitaciones, tal como descubrí la primera tarde, ellas se mataban a base de alcohol. Por la mañana, durante más o menos dos horas, tenían un rato lúcido, y ese era el momento para las visitas. El encargado de la mina aparecía entonces, como cualquiera en Fonseca que estuviese interesado en la fortuna de las Delaney y que quisiera, en consecuencia, quitarnos del medio a mi hijo y a mí lo antes posible. Si consiguiera llegar hasta aquí, tendría que parar. Los detalles son precisos, estas cosas sucedieron en Fonseca y muchas otras vinieron a continuación. Asumo que la novela surge de la verdad y recrea la verdad, pero mi historia, incluso en esta fase, me produce la impresión de ser ficción que quiere convertirse en ficción. ¿Es por la herencia, por la plata, o por el contexto latinoamericano, que ha sido el campo de pruebas de tantos escritores del siglo veinte? Sé en cualquier caso que yo nunca podría hacer algo suficientemente respetable (y con esto quiero decir probable) como para que pudiera resultar creíble en una novela. La realidad ha demostrado ser traicionera. “Pobres de las aventuras que no llegan a ser narradas nunca”. Siento abandonar ésta, cuya trama me parecía tener una fuerza natural.

Ver una buena trama es como ver algo vivo, o –si es suficientemente sinuosa y hábil- algo que lucha por vivir. Entre una trama simple y una trama bien pensada (la que hace que el lector, aunque la haya leído ya veinte veces, quiera intervenir a cada momento) la diferencia es, por supuesto, inmensa. Pero en este tema soy fácil de satisfacer. La prueba está en la independencia de la trama respecto a los personajes, e incluso a los nombres: sólo son precisas las relaciones, como si se tratase de ritmo sin música. Tengo en alta estima las tramas (prestadas o no) del “Cuento del Erudito” de Chaucer; “Caleb Williams”, de Godwin; “Miau”, de Galdós; el relato breve “Head of the Family”, de W.W.Jacobs; y el más breve aún “The servant who went to Samarra”. Si pienso en ellas, recuerdo cómo me hice adicta.


Crecí en una casa de periodistas y en una familia donde todos publicaban o iban a publicar algo. Los niños intentábamos escribir, y nuestros mayores se resignaban a la idea. Vivir manchados de tinta empezaba a suceder a los seis o siete años, cuando nos dejaban usar la pluma por primera vez y nos daban galeradas viejas para que escribiéramos. Y es más: aunque mi padre nos dijo una vez que no había diferencia entre la literatura y el periodismo salvo por el hecho de que el periodismo daba dinero y la literatura no, nosotros esperábamos enriquecernos escribiendo novelas o relatos cortos, pues entonces vivíamos el momento más próspero de las “revistas para leer en el tren” –The Strand, Nash’s, Pearson’s, The Windsor.


Para estas historias (que se llamaban cuentos, relatos o historietas) el autor debía encontrar una trama, casi como el pintor académico que tenía que busca el tema de su pintura anual. Era lo principal. Pero los escritores, de temperamento más desesperanzado que los pintores, han sospechado siempre que esa fuente no es inagotable. Gérard de Nerval calculó el número total de situaciones dramáticas en veinticuatro; sus estimaciones se basaban en los siete pecados capitales, excluyendo Lujuria y Pereza, que no producen acción significativa. Goethe, según el autor de Turandot, sugirió treinta y seis, pero añadió que Schiller, que las había puesto a prueba metódicamente, no había llegado al número total. Todo lo cual resulta descorazonador, pero el negocio de las “historietas” era tan próspero a finales de los años veinte que las propias revistas, por así decirlo, proponían el remedio. En las últimas páginas se anunciaban los “Buscatramas”. Se podían pedir por correo y llegaban en sobres lisos, presumiblemente porque los escritores vivirían en habitaciones de alquiler y no querrían que nadie se enterase de sus asuntos.

Los “Buscatramas” eran unos círculos de cartón que contenían tres círculos concéntricos con ventanitas. Al girarlos, por las ventanitas aparecían diversas combinaciones de situaciones y personajes, y uno le daba las vueltas necesarias hasta encontrar la deseada. Una casera en un pueblo costero, la hija de la casera, el héroe, el amigo del héroe, el rival celoso, el cura, la mujer anciana o la tía, el bromista sensato (herencia de Kipling), el extranjero chistoso, el vecino meticón, el marido que regresa o el extranjero, el huésped misterioso. Todos eran, por supuesto, intercambiables, según se necesitara que hiciesen o padeciesen la acción. Muchos años después, en una conferencia de Lévi-Strauss sobre sus “Mitologías”, le oí decir algo que venía a ser lo mismo: plier et replier le mythe con las figuras del Rey, la Reina, la Madre, el Padre, el Hermano, la Hermana, la Cuñada y, entre los Indios Pueblo y Algonquinos, el Payaso Ceremonial y el Antepasado de los Búhos.

Como los “Buscatramas” se utilizaban para historias felices, la acción que resultaba era mayormente romántica, pero su objeto en todos los casos era el “giro”, que llegaba tras algún nexo: después de todo, de repente, para consternación/sorpresa general, inesperadamente, sin apenas darse cuenta de que, a causa de un absurdo malentendido... Supongo que los modelos más caros habrían podido producir un efecto doble o múltiple. Me he preguntado a veces a quién podríamos considerar el genio fundador del “giro”: tal vez a Mark Twain, que escribió una novela de sesenta mil palabras sólo para llegar a una sorpresa en la frase final. Pero incluso los novelistas más grandes, aquellos que se plantan ante los futuros escritores amenazándolos con la bancarrota, usan el “giro” en ocasiones. El Ulises termina con el esposo que vuelve a casa y trepa para entrar, descubriendo después que la puerta, después de todo, estaba abierta; y mete un misterioso huésped/hijo en casa, sin apenas darse cuenta de que su esposa se ha encaprichado de él. De todo esto era ya capaz el Buscatramas, y estoy segura de que ésa era la intención de Joyce.


Los relatos que escribí cuando tenía ocho o nueve años no me reportaron el éxito que esperaba, y los posteriores años de formación en Literatura Inglesa me enseñaron gradualmente la inquietante reputación moral de las tramas. Si eran del tipo caprichoso e ingenioso había que “perdonarlas” o “pasarlas por alto” en nombre del autor. Se consideraban “forzadas”, o, aún peor, se pensaba que ponían a prueba la credibilidad del lector, del que “pedían demasiado”. Dickens y Hardy se pasaban por alto. Claramente, la historia aceptable era la que la vida imponía a la ficción sin esperanza ni derecho de apelación. Y cuando llegué a la universidad el “giro” final seguía sin estar bien visto. De hecho, las novelas que yo más admiraba entonces, “Afternoon Men”, “The Root and the Flower”, “La conciencia de Zeno” y “Pasaje a la India” lo evitaban a toda costa, aunque esto debió de suponer un gran sacrificio para Forster.

Cuando finalmente volví a intentar escribir ficción, fui más cautelosa. Todos tenemos un punto al que la mente vuelve naturalmente cuando la dejamos a su aire. Recordé situaciones cerradas que generaban su propia historia partiendo de la doble necesidad de buscar refugio y de escapar, y que generaban igualmente sus propias limitaciones. Sus limitaciones eran también las mías. Supe que no tenía la capacidad de narrar las amplísimas complicaciones de una herencia mexicana, por muy bien que recordase la historia. El tiempo pasó, más pretendientes llegaron, incluyendo uno que sostenía ser de la familia Delaney y que se instaló en la casa. Por otro lado, el encargado de la mina había desaparecido. Con la intención de llegar a influir más en las dos damas, empezó a beber tanto como ellas, se resbaló en la escalera de estilo francés y se abrió la cabeza. A mi hijo y a mí nos echaron la culpa de éstas y otras desgracias, y nos marchamos en el autobús sin herencia, pero sabiendo qué significaba ser odiados. Habíamos sido personajes de una historieta, y siento mucho no ser una narradora de historietas.

Las tramas fueron los primeros parientes, y los más pobres, en llegar a los dominios de la novela. Durante los últimos doscientos años hemos intentado repetidamente echarlos, o al menos confinarlos a la sátira, la fantasía y el sueño. Las novelas picarescas, sin embargo, ya sean antiguas o modernas, son una especie de gesto, un detalle para con ellos. Se admite que aunque puedas pasarte la vida errando por el mundo, no puedes hacerlo en un libro sin coincidencias y, después de todo, un regreso. Y a los lectores les gustan las tramas. Eso también hay que tenerlo en consideración.


© Penelope Fitzgerald


© De la traducción: Pablo Chul

1 comentario:

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.