28 de mayo de 2008

Eva Trout, de Elizabeth Bowen


Eva Trout es una novela extraña, extrañísima: es un enigma. Elizabeth Bowen, escritora que sólo se parece a sí misma, la escribió en 1968 y murió cinco años después. Fue su último libro y un ejemplo magnífico de que a veces, sólo a veces, el paso del tiempo no merma la libertad y la valentía de los artistas libres.

¿De qué trata Eva Trout? En un nivel superficial, es la historia de Eva, un personaje sin rasgos que toma posesión de una herencia millonaria, de sus intentos por encontrar una identidad (o algo que se le parezca), y de las consecuencias que esa búsqueda tiene en las vidas de los demás en un plazo de ocho años. También es la historia del resto de personajes, rapaces en mayor o menor medida, y de los trastornos que sufren al entrar en contacto con Eva, que no se deja aprehender, resumir ni dominar.

Pero, como en los poemas, tema y esencia son una misma cosa en esta novela. Hay que leerla.

¿Qué es Eva Trout?

Una cima de la corriente literaria según la cual arte y artificio son una misma cosa. Una novela que transcurre en estado de gracia. Un juego de magia intelectual que consiste en desvelar un acertijo capa tras capa (y las capas son un lenguaje elevado y elusivo –mucha voz pasiva, formas verbales no personales, vocabulario inusual-, una trama que escamotea la narración de los momentos climáticos y unos personajes inasibles), para descubrir que, al final, el objeto encontrado es esencialmente, irreductiblemente misterioso. Una reinterpretación en clave burlesca del tema de la identidad –esa obsesión cultural del siglo XX. Un reto para el lector. Un libro adictivo. Una gozada.

Elizabeth Bowen (1899-1973) escribió mucho a lo largo de una prodigiosa carrera literaria de cincuenta años. Incomparable en estilo y en visión artística, Elizabeth Bowen podría estar en la cadena que une a Henry James con Ivy Compton-Burnett y a ésta con Henry Green y a éste con Muriel Spark (a quien Bowen ayudó a publicar con Knopf en Estados Unidos, por cierto).

Alegrémonos y empecemos con cualquiera de sus libros, algunos muy notables, otros simplemente extraordinarios: The death of the heart, The heat of the day, The house in Paris, The last September, The little girls, A world of love, la antología de sus relatos y, por supuesto, Eva Trout.

Un fragmento:

“Anybody looking in at a window –though who should?- would have seen how fire transformed the room, had he known it any other time. The piled-up driftwood now it had caught alight was burning ethereally, excitably, with a brandy bluishness. The fire was fed: as spar after spar fell in, incinerated and glowing, in were flung more. There was something devotional about this attendance upon the fire by the two persons crouched on the rug in front of it. They seemed unified, and not by their awe of the element and their task only. The zestful blaze, which was still so youthful that it illuminated rather than warmed the hearth, played on two primitive faces not far apart. Now and then hands collided, or shoulders touched”.

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Elizabeth Bowen atribuía su preferencia por el carácter artificioso de la literatura a su origen irlandés: “ To most of the rest of the world we are semi-strangers, fro whom existence has something of the trance-like quality of a spectacle. (…..) Art is for us inseparable from artifice…” Pictures and Conversations, citado por Victoria Glendinning en su biografía de Elizabeth Bowen.

*Fotografías de Francesca Woodman

9 de mayo de 2008

Los niños, de Edith Wharton

Estamos acostumbrados a ver a Edith Wharton vestida como en 1880 y quizá olvidamos que escribió toda su obra literaria en el siglo XX y que es compañera de generación de, por ejemplo, Joyce, Freud, Virginia Woolf o Robert Musil. Cuando muere, en 1937, Proust ya “estaba de moda hasta en los círculos menos capacitados para leerle”, y Claude Simon y Julien Gracq (ambos recién fallecidos) estaban a punto de empezar a publicar libros.

Los niños (1928) es una novela muy seria y muy precisa, sin adornos ni ironía, que narra las vacilaciones de Martin Boyne, ingeniero norteamericano de cuarenta y seis años, en una encrucijada vital. La trama, en líneas generales, se plantea así:

Martin Boyne viaja a Italia, donde piensa encontrarse con la mujer que ama: Rose Sellars. En el barco, y por casualidad, conoce a un grupo de siete niños que resultan ser hijos e hijastros de unos antiguos conocidos de Martin, los Wheater. Destacan Terry, un niño enfermizo y sensible, y Judy, la mayor de todos: una niña de quince años que se ha erigido en madre de los demás. Los niños son ricos y salvajes, maleducados y nómadas, y solicitan la ayuda de Martin para que “haga algo” por ellos. En sólo dos escenas (una excursión a Monreale y la súplica de Terry), Martin queda comprometido con el futuro de los niños. Hará algo.
E intercede ante el matrimonio Wheater en cuanto el barco atraca en Venecia, aunque sin éxito. Los Wheater son imposibles y frívolos, y los niños parecen condenados a un futuro igualmente errático; pero Martin no puede quedarse. Debe ir a las puras cumbres de Cortina d’Ampezzo, donde su amada Rose Sellars, buena, comprensiva, elegante y perfecta, le espera en un refugio lejos del tiempo, el espacio, la vulgaridad y los hijos malcriados de los horribles nuevos ricos.

Y esto es sólo la primera de cuatro partes. Martin huye a las montañas y los niños huyen detrás. El resto de la acción sucede a los pies del monte Cristallo, durante un largo verano al final del cual se resuelven los conflictos fundamentales de la novela:

1- El futuro de los niños.
2- La relación entre Martin y Rose.
3- La relación entre Martin y Judy.
4- El paso a la madurez de Martin.

Nada más respecto al argumento, que avanza controladamente hasta el desenlace, en París, y el demoledor epílogo en Biarritz, bajo la lluvia, con un personaje que mira a otro a través de un cristal.

Edith Wharton domina el material literario de “Los niños” con absoluta firmeza y frialdad. Está en la cima de su carrera, muy alejada de la influencia de Henry James, y ya ha escrito varias novelas perfectas en forma y tono. Aquí se ciñe a una historia moderna (hay divorcios, actrices de cine, millonarios y gigolós) pero presentada según presupuestos del realismo de tipo psicologista del siglo XIX: la novela describe los acontecimientos sólo en relación al impacto que tienen en la mente de Martin a través de un narrador neutro, invisible, cercano al protagonista....casi una primera persona narrada en tercera persona.

No hay -no hace falta- ni un truco ni un respiro ni una sonrisa del autor al lector. Edith Wharton elige unos recursos literarios escuetos y efectivos y los maneja con mano de hierro durante cuatrocientas páginas.

Y nosotros, encantados, leemos hasta el final esta magnífica novela parando de vez en cuando para quitarnos el sombrero.

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La cita sobre Proust está sacada de la autobiografía de Wharton, "A backward glance" (1934).

The Mount fue la casa de Edith Wharton durante la primera parte de su vida. Sobre The Mount como ejemplo del neo-renacimiento arquitectónico en EEUU:
http://xroads.virginia.edu/~MA01/Davis/wharton/home/home.html
(copia y pega en el navegador)

The Mount corre el grave peligro de cerrarse al público para siempre por falta de fondos. Dona para evitarlo, y dona deprisa:
http://www.edithwharton.org/index-main.php
De lo contrario puede acabar como la mansión Wyndcliffe, en esplendor cuando la visitaron Henry James y Edith Wharton. Ahora está así:
http://www.hudsonvalleyruins.org/yasinsac/wyndcliffe/wyndcliffe.html

Todo, todo, todo sobre Edith Wharton en:
http://www.wsu.edu/~campbelld/wharton/index.html
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** Autocromos de Van Besten y de Charles Corbet

5 de mayo de 2008

Inutilidad, de William Gerhardie

Edith Wharton, que vendía novelas como una máquina, leyó "Inutilidad", de William Gerhardie durante un viaje en tren. Se río, lloró y disfrutó tanto con el libro que decidió prologarlo para “hacer partícipe del placer de su lectura al mayor número de lectores”. Podríamos pensar que gracias a su recomendación tenemos esta novela entre manos, pero no es del todo cierto: la lista de admiradores de Gerhardie incluye a Katherine Mansfield (que dijo de este libro: "está vivo...sigue respirando cuando uno lo deja”), a Evelyn Waugh (“yo tengo talento, pero Gerhardie tiene genio”) y a Graham Greene (“para nuestra generación fue el novelista más importante”).

Y basta de name-dropping. Al grano.

Esta novela tan extraña y sutil (tan “moderna”, según Wharton) comienza con un narrador medio inglés que ve zarpar un barco con destino a Shangai. En el barco viajan Nina, Sonia y Vera, hermanas, rusas, muy rusas, rusísimas. El narrador decide poner por escrito sus recuerdos de la extraña familia Bursanov, pero se encuentra con un material amorfo e incomprensible, con el “vasto mar de la vida rusa”. Y ya tenemos aquí el Gran Temazo: arte y vida. Si plasmo la vida tal cual es, me sale un libro deslavazado. Si la transformo en una novela, ¿podré reflejar la esencia última y específica de mi experiencia? Es un material irresistible con el que llevamos disfrutando dos mil años, y otros tantos que vendrán.

Eso se pregunta el narrador, que, sin dejar de dudar, plasma la historia de Nikolai Vasilievich y su inmensa familia de parásitos, unidos ante la esperanza de la gran fortuna que unas minas lejanas prometen producir. Pero las vidas de esta red de personajes sentimentales, pasivos, fatalistas e imprácticos no son novelescas: son lentas y fútiles, escurridizas, y así ha de ser la ficción que las recoja.

¿Podemos hacer algo para salvar el alma rusa? Muy poco. En una escena maravillosa al final de la primera parte, el narrador intenta enderezar los destinos de todos los Bursanov (y acólitos), y les presenta un esquema que les sacará de la apatía: tú a trabajar, tú te divorcias, tú te casas, tú te vas....Es el retrato de dos razas, la inglesa y la rusa, “tal y como se ven la una a la otra” (Wharton). El inglés, estupefacto; los rusos, encantados con su abulia. Esperan y esperan. Esperan y esperan. Esperan y esperan. Están –cronológica y conceptualmente- entre Chéjov y Beckett.

Y así pasa el tiempo, y así llega la Revolución. La red de parásitos es insostenible, y el espejismo de riqueza que prometían las minas parece cada vez más evanescente. Cambia el escenario y continúa la espera. Pero, cuidado: la vida podría comenzar en cualquier momento. O quizá no.

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* Fotografías de Ruth Van Beek

Edith Wharton publicó en 1903 un artículo titulado “The Vice of Reading”. Que se aparten los impostores y los advenedizos, pues "it is the delusion of the mechanical reader to think that intentions may take the place of aptitude".

El texto completo, aquí:
http://etext.lib.virginia.edu/toc/modeng/public/WhaRead.html